A 40 años del Golpe de Estado: El desafío histórico del movimiento sindical sigue intacto.

A 40 años del Golpe de Estado: El desafío histórico del movimiento sindical sigue intacto.

CIPSTRA

 

Hace poco más de 43 años, los niveles de organización y politización de amplias franjas del movimiento obrero en Chile se perfilaban como una advertencia de la dura lucha que se disponía a dar la clase trabajadora por el socialismo, proceso que se aceleró desde la victoria de Allende en las elecciones presidenciales de 1970.

Si bien los sindicatos no eran los únicos que protagonizaban este repunte histórico de movilizaciones populares, sí se puede señalar que eran los que traían consigo una mayor tradición combativa, y al menos cuantitativamente eran los más avanzados. Al comenzar la década de 1970, la cantidad de trabajadores afiliados a sindicatos sobrepasaba los 700.000, acercándose al tercio de la Población Económicamente Activa (PEA) ocupada, cifra que se superaría ampliamente en 1973 con estimaciones de unos 934.000 trabajadores sindicalizados[1], la gran mayoría de ellos militante o simpatizante de algún partido u organización de izquierda.

En estos hechos podemos encontrar la razón más profunda de por qué la Dictadura no dudó en declarar como enemigos directos principales a los sindicatos y las organizaciones de trabajadores, junto con los partidos de izquierda y cualquier instancia que oliera a lucha y justicia social. La virtual “guerra” desatada contra las organizaciones de los trabajadores, prohibidas y duramente castigadas desde el primer día del infame Régimen Militar, no fue otra cosa que una imperiosa necesidad para frenar y escarmentar la insolencia de una clase que construía aceleradamente un camino revolucionario propio, cuyos contornos se dibujaban cada vez más nítidamente a lo largo de los sucesivos gobiernos, y que encontraba sus formas más elevadas hasta entonces durante la UP.

«La virtual
‘guerra’ desatada
contra las
organizaciones de
los trabajadores,
prohibidas y
duramente
castigadas desde
el primer día del
infame Régimen
Militar, no fue
otra cosa que
una imperiosa
necesidad para
frenar y
escarmentar la
insolencia de
una clase que
construía
aceleradamente
un camino
revolucionario
propio»

Pero también –y quizás más importante aún- la represión y destrucción de las relaciones sociales del movimiento obrero, tejidas largamente cuando menos desde comienzos del siglo XX, eran una forma de deshacerse de los últimos bastiones de resistencia, cuestión indispensable para la imposición de una contrarrevolución capitalista que tomaría la forma del neoliberalismo, con toda su secuela de descomposición y decadencia social que perdura hasta el día de hoy.

Existe un consenso significativo sobre el hecho de que en esta deleznable tarea la Dictadura tuvo importantes logros, aunque pocas veces se destaca la porfiada maña de la organización sindical, que a pesar de una legislación y ambiente totalmente hostil a sus necesidades, tuvo un rol preponderante en la reactivación de las movilizaciones de masas a comienzos de los 80’ que de algún modo marcaron el comienzo del fin del régimen.

Se han cumplido ya 40 años desde que se abortó radicalmente el nacimiento de algo nuevo y se impuso en su lugar un modelo económico ajustado a las necesidades del gran capital y sus secuaces. En su breve y trágica historia, el neoliberalismo se ha alzado sin duda como una de las peores formas sociales de despojo y apropiación sistemática de las riquezas generadas por el trabajo de las mayorías. Y contrariamente a lo que muchos pensaron, uno de los pilares principales de la reestructuración productiva, esto es, el impresentable Plan Laboral elaborado desde las impúdicas oficinas de uno de los más macabros intelectuales de la Dictadura (José Piñera), no se ha logrado alterar ni un milímetro en su fundamento pro-empresarial con la llegada de la democracia. ¡Y ya van 23 años! ¿Cómo se puede explicar esto?

Las razones y justificaciones son variadas, pero hay por lo menos tres que merecen ser destacadas:

1) La primera, es que las coaliciones políticas que se han hecho cargo del Estado ven los límites objetivos y subjetivos del movimiento sindical como un seguro para evitar la conflictividad social, que podría afectar rápidamente el falso consenso que han mantenido respecto al “éxito” del neoliberalismo, y de hecho, cuando el sindicalismo adquiere niveles de movilización importantes, lejos de aplaudirlo lo ven como una amenaza, con mayor razón si sus demandas superan lo económico corporativo como ha sido en el caso de los trabajadores del cobre y su lucha por la renacionalización de la minería. En otras palabras, comprenden las contradicciones entre los intereses de los trabajadores y el modelo económico, apostando por resguardar este último.

«Contrariamente
a lo que muchos
pensaron, uno
de los pilares
principales de la
reestructuración
productiva, esto
es, el
impresentable
Plan Laboral
elaborado desde
las impúdicas
oficinas de uno
de los más
macabros
intelectuales
de la Dictadura
(José Piñera),
no se ha logrado
alterar ni un
milímetro en su
fundamento
pro-empresarial
con la llegada
de la democracia»

2) Objetivamente, las transformaciones estructurales de la economía afectaron al conjunto de la clase con diferentes énfasis, pero dando por resultado un debilitamiento de las condiciones de posibilidad de la organización sindical. La fragmentación de los grandes centros de trabajo, la flexibilidad laboral, la desindustrialización, la contracción del Estado como empleador, entre otros ajustes, complejizaron las formas tradicionales de organización y plantearon una serie de desafíos para la rearticulación de las relaciones sociales de la clase trabajadora, que no puede sino ser fruto de un proceso fatigoso de avances y retrocesos que se encuentra en pleno desarrollo.

3) Finalmente, cabe considerar la incapacidad e insuficiencia que exhibió el sindicalismo tradicional para adaptarse a estas nuevas condiciones económicas y políticas, y el garrafal error que implicó en su estrategia la priorización de la estabilidad política al retorno de la democracia, sacrificando la lucha por sus derechos al confiar en la posibilidad de conciliar intereses con el empresariado en los famosos Acuerdos Marco (desde 1990 a 1994) que intentaron impulsar, y que como un enfermo crítico que se resiste a morir, vuelven a levantar como bandera cada cierto tiempo los dirigentes rancios que ayer fueron incapaces de aprender la lección.

Las consecuencias del desastre que ha significado el funcionamiento conjunto de estos tres factores es algo que pesa y seguirá pesando en las nuevas generaciones de trabajadores mientras no seamos capaces de hacerles frente con decisión y convicciones políticas clasistas. El desafío de construir un nuevo sindicalismo a la altura de los nuevos tiempos, que rescate de su pasado lo mejor de la independencia de clase y la capacidad de generar sus propias organizaciones de lucha como polo gravitante de la fuerza que transformará la sociedad que hemos heredado, será sin duda la mejor ofrenda que el pueblo pueda hacer a aquellos que, hace 40 años pero también durante más de un siglo, entregaron su sangre por un Chile de justicia, igualdad y libertad.

 


[1] Gonzalo de la Maza: “Los movimientos sociales en la democratización de Chile”. Este nivel de organización, despedazado por la Dictadura que lo reducirá a menos de 300.000 afiliados, no logrará recuperarse hasta 1992.