Sobre la centralidad del Trabajo y el panorama intelectual del Chile neoliberal

De los diversos aspectos que comprendió la instalación y profundización del neoliberalismo en Chile, uno de los menos explicados en su forma y consecuencias es el rol jugado por los intelectuales, entendido como aquel amplio grupo social cuya función es construir directa o indirectamente un sentido común concordante con el sistema económico y social.

Cualquier análisis serio de la trayectoria del modelo chileno en los últimos 40 años, debe reconocer que los cientistas sociales –como una suerte de vanguardia del quehacer intelectual- fueron una de las primeras líneas de intervención por parte de la Dictadura, provocando un giro radical en su formación y su eventual rol, despojándolo de todo pensamiento crítico al principio, y luego orientándolo hacia perspectivas que, cuando no fueran afines y condescendientes con lo establecido, solo discutieran y criticaran el modelo en sus manifestaciones superficiales, o atrapados en códigos que no permitieran levantar una reflexión que rebasara el horizonte de lo posible e inmediato.

Si el objetivo principal de un “modelo” en el capitalismo es dirigir la economía al aseguramiento de un patrón de acumulación determinado para la clase dominante, entonces el eje dinamizador no puede ser otro que las formas que adquiere la explotación del trabajo humano, que debe ser estudiado en profundidad para comprender su estructura.

«Todo el cacareo del fin de la centralidad del trabajo y de las clases sociales es un discurso que se encuentra en abierta contradicción lógica con el mundo que nos toca vivir. Pero esto cobra mayor gravedad cuando se cae en la cuenta de que la otra cara de la moneda es una progresiva tendencia a la acumulación de capital para los grandes empresarios, y al pago de una ínfima fracción del trabajo producido por la masa trabajadora»

Pues bien, si se aprecia la producción de las ciencias sociales ya sea en universidades o en el seno de Centros de Estudios, el Trabajo como enfoque de análisis de diferentes problemas y conflictos sociales está bastante ausente. En cambio, han tomado protagonismo otro tipo de estudios como el de la pobreza, la vulnerabilidad, la movilidad social, seguidos muy de cerca por la educación y la desigualdad, y con especial fuerza entre sectores que se consideran de izquierda. ¿Pero puede alguno de estos temas acaso ser abordado seriamente sin considerar la realidad del mundo del trabajo de los involucrados? ¿Tiene sentido considerarlos como un problema de responsabilidad individual, de oportunidades tomadas o desechadas, o de mayor o menor apoyo de subsidios estatales sin hacerse cargo del desafío de construir estructuras laborales que cimenten un verdadero desarrollo humano en los individuos? ¿Y mediante qué mágica alquimia se puede escamotear la contradicción de intereses entre el capital como forma de reproducción social y dicho desarrollo humano?

Por incomprensible que parezca, hay una evasión sistemática del trabajo y/o la estructura laboral como objeto de estudio. No es un tema, no concita interés, no se le dedican recursos, se toma como un factor subordinado a otros en las investigaciones y, salvo honrosas excepciones, su protagonismo es mellado por interpretaciones y teorías que hablan de un supuesto fenómeno histórico de “dislocamiento” de la centralidad del trabajo, de su debilitamiento como lugar de germinación de una subjetividad común, de su derrota como articulador de solidaridad de clase y proyección de formas de organización social superiores al capitalismo.

Los intelectuales cortesanos del empresariado nos repiten hasta el cansancio –como un conjuro esperando materializarse- que la clase trabajadora sería cosa del pasado, y que la apuesta por un mundo mejor habría que buscarla en otro sitio, en la emergencia de conflictos ambientales quizás o acaso en los estudiantes y pobladores. Pero a contrapelo, la porfiada realidad nos dibuja un escenario muy sugerente. Y es que más allá de la obviedad de que no es siquiera imaginable una sociedad sin trabajo o trabajadores, la enorme mayoría de la humanidad continúa con su rutina de explotación y penurias en los peores casos, o de enriquecimiento salvaje de unos pocos a cambio de un puñado de comodidades, en los menos malos.

Sin ir más lejos, como indicaba el McKinsey Global Institute en Junio de 2012, la fuerza de trabajo no agrícola creció de 1.200 millones a 2.900 millones ¡en sólo 20 años!. En Chile, mientras tanto, fue curiosamente el Régimen Militar el que llevó a cabo una gigantesca tarea de proletarización de la población cuya tendencia sigue marcando la pauta; si en 1986 había 2.386.000 de trabajadores asalariados, en el 2007 está cifra bordeaba los 4.361.000, casi el doble según el INE.

«Se debe contar con herramientas teóricas que permitan reflexionar un futuro distinto, más allá de
los enfoques distribucionistas, keynesianos y otros que pese a sus buenas intenciones asumen sin más el contexto del capitalismo, sin abrirse a la posibilidad de un nivel superior de organización social del trabajo; si este escenario no cambia, la tendrán difícil los trabajadores que en un hipotético escenario de crisis lleguen a tocar las puertas de la socialdemocracia buscando respuestas… y Europa es un triste ejemplo de ello».

¿Qué se puede inferir de esto? En pocas palabras, que todo el cacareo del fin de la centralidad del trabajo y de las clases sociales es un discurso que se encuentra en abierta contradicción lógica con el mundo que nos toca vivir. Pero esto cobra mayor gravedad cuando se cae en la cuenta de que la otra cara de la moneda es una progresiva tendencia a la acumulación de capital para los grandes empresarios, y al pago de una ínfima fracción del trabajo producido por la masa trabajadora. En suma, como insinuara Paul Mattick ya en 1976, el nuevo capitalismo no ha sido ni será capaz de cambiar su asombroso éxito para generar las condiciones de la vieja lucha de clases en nuevos escenarios.

Este puñado de datos solo apunta a reforzar la respuesta a la elemental pregunta que cualquier niño con capacidad de razonamiento puede hacerse: ¿Quién ha construido y producido todo lo que nos rodea? Es precisamente en honor a aquellos que –aquí o en cualquier rincón del mundo-, con su esfuerzo y sacrificio han generado los objetos materiales o inmateriales que nos permiten ser lo que somos, que el pensamiento crítico tiene el deber de estudiar las formas y posibilidades que actualmente reviste el trabajo, así como las proyecciones posibles para su transformación.

Para llevar a cabo esta tarea, se debe contar con herramientas teóricas que permitan reflexionar un futuro distinto, más allá de los enfoques distribucionistas, keynesianos y otros que pese a sus buenas intenciones asumen sin más el contexto del capitalismo, sin abrirse a la posibilidad de un nivel superior de organización social del trabajo; si este escenario no cambia, la tendrán difícil los trabajadores que en un hipotético escenario de crisis lleguen a tocar las puertas de la socialdemocracia buscando respuestas… y Europa es un triste ejemplo de ello. Felizmente poderosas tradiciones de crítica a la economía política (marxistas o no) nos entregan desde hace varias décadas estas herramientas, por lo que solo hace falta darles un uso, no dejándose encandilar tan fácilmente con modas intelectuales de dudosa utilidad.

La compleja tarea de aportar elementos que permitan enriquecer el debate estratégico y de largo plazo de la clase trabajadora actual, y que se dirijan a alternativas radicales capaces de hacerse cargo de sus demandas, debe partir de la base que, por más aportes que haga en el terreno de las ciencias sociales y del análisis del trabajo en Chile, solamente en la organización y lucha de los trabajadores mismos radica el germen de un cambio en las relaciones laborales, en sus características más importantes, y con ello, en el patrón de distribución de la riqueza generada por toda la sociedad.