Políticas de la discapacitación y aceptación fantasma: limosna sí, trabajo no.

Carolina Ferrante[1]
Colaboradora CIPSTRA

En 1963 Erving Goffman, en Estigma, La identidad social deteriorada, señalaba que en las sociedades occidentales existía una fuerte ambivalencia respecto a la persona con discapacidad[2]. Si bien por un lado, en un plano formal, se la reconocía como miembro pleno de la sociedad, en la práctica, la reducción de la discapacidad a un estigma físico implicaba una sombra que erosionaba su identidad social, poniendo en cuestión su carácter humano. Así, la discapacidad era algo que iba mucho más allá de su dimensión médica ya que poseía fortísimas consecuencias sociales: suspendía todas las expectativas normativas que una sociedad tenía para estos individuos. Como resultado de este proceso, las personas con discapacidad quedaban marginadas de todos aquellos espacios considerados esperables para un ciudadano “normal”, tales como la escuela, el trabajo, la pareja, la sexualidad o el ocio, haciendo palpable la muerte social. Para dar cuenta de este grado de cinismo de la sociedad el autor hablaba entonces de una “aceptación fantasma”.

Han pasado 51 años de este clásico de la sociología y, lamentablemente, este diagnóstico posee más vigencia que nunca para describir la situación de las personas con discapacidad, especialmente en nuestra América Latina. En la región existen al menos 50 millones de personas con discapacidad y el 82% de ellas viven en condiciones de pobreza extrema, entre el 70 y 90% se encuentra desempleada crónicamente, y la amplia mayoría no puede acceder a un nivel mínimo de vida[3]. Esta situación obliga, especialmente a las personas con discapacidad de clase media y baja, a tener que sobrevivir a través de distintas formas de caridad social: la seguridad social, el traslado de ingresos familiares, la ayuda de asociaciones religiosas o de la beneficencia, y, el pedido de limosna[4].

Esta realidad, en primer lugar, perpetúa los efectos opresivos del estigma: la caridad  no sólo sujeta en una relación de dominación simbólica a partir de la infravaloración sino que reproduce dicha condición al generar en la sociedad una falsa idea de bienestar y “seudo solidaridad”. En segundo lugar, muestra, descarnadamente, la responsabilidad de las políticas de discapacidad en la producción de esta exclusión y en la efectividad de la caridad. Si bien en los últimos años, gracias a las luchas por el reconocimiento entabladas por el movimiento internacional por los derechos humanos de las personas con discapacidad –tendiente a señalar que el problema de la discapacidad no reside en el cuerpo, sino en una sociedad que erige barreras hacia esta minoría, obstaculizando su participación y menospreciándolas- se han logrado importantes avances en el plano formal (principalmente cristalizados en la Convención Internacional sobre los Derechos de las Personas con Discapacidad en 2006, ratificada por todos los países de la región), siguen en vigencia las que se han llamado desde los Disability Studies “políticas de la discapacitación”[5].

Desde este campo disciplinar, surgido en los años 70 en el mundo anglosajón a partir de la incorporación de los aportes de Goffman leídos a la luz del materialismo histórico, se señalaría que la reducción de la discapacidad a un estigma halla su fundamento en la división social del trabajo y su legitimación en las políticas de discapacidad. La falta de ajuste del cuerpo discapacitado a las disposiciones corporales de flexibilidad, independencia y utilidad exigidas para el proceso de trabajo capitalista, lo excluyen del mundo productivo y los transforman en ociosos forzados, parte del ejército industrial de reserva.

El Estado, en tanto garante de las relaciones de producción capitalistas, a partir del siglo XIX, le otorga el poder simbólico al modelo médico hegemónico para “crear” a la discapacidad como tragedia médica personal, únicamente tributaria de asistencia médica y/o social, legítimamente exceptuada de encarnar la ética del trabajo. Así, estos dispositivos fundan los prejuicios hacia la discapacidad, que sedimentados en el sentido común, reproducen, cuerpo a cuerpo, la discriminación, la pena, la falta de reconocimiento. No existe nada en la biología de la amplísima mayoría de las personas con discapacidad que les impida trabajar. Son los razonamientos de maximización del margen de ganancia –en un contexto en el cual solo un pequeñísimo porcentaje de la población se encuentra precariamente integrado a partir del trabajo- los que transforman a esos cuerpos en ociosos forzados.

Las políticas de Estado, más allá de los cambios de lenguaje, en la práctica, siguen teniendo como medida hegemónica en nuestra región la certificación de la “invalidez” y de indemnización por ello. Las leyes derivadas de la Convención poseen situaciones de subalternidad en los hechos y la medida dominante en la discapacidad en la región la constituyen el asistencialismo y la caridad. Ironizando al respecto, Eduardo Joly y María Pía Venturiello señalan que parecería que las leyes de discapacidad antes que otorgar el derecho a trabajar, promueven el derecho a mendigar[6].

Dado que las pensiones de “invalidez” no cubren los mínimos para la subsistencia, obligan a las personas con discapacidad (especialmente a aquellas de clase baja y con frágil inserción relacional) a depender de la caridad para sobrevivir. Un paseo por cualquier ciudad latinoamericana escupe los límites de las hipocresías públicas: en las calles podemos ver un desfile de personas con discapacidad pidiendo limosna para sobrevivir. Asimismo, el éxito de las campañas televisivas Teletón muestran esta vigencia de la caridad. Si de esto podría deducirse que entonces el problema sólo reside en las personas con discapacidad de clase baja, esto no es cierto ya que el daño generado en la imagen social afecta transversalmente a todo este colectivo.

Es decir, como hace medio siglo atrás, la aceptación fantasma sigue rigiendo las respuestas sociales a la discapacidad, sólo que ante un panorama mucho más ficticio de creencia en que como sociedades “hemos evolucionado”. Una gran mentira.

El reconocimiento no es el espectro de presuntas buenas intenciones, sino el resultado de la modificación de las condiciones materiales necesarias para garantizarlo. Sin desmantelamiento de las políticas de la discapacitación e inclusión laboral digna tal transformación no es posible. Todos los seres humanos tenemos el derecho a trabajar y contribuir en nuestra sociedad más allá de cálculos de rentabilidad o de etiquetas médicas. Es obligación de los Estados garantizar este derecho a través de políticas de reconocimiento consistentes y no fantasmagóricas.

 

[1] Dra. en Ciencias Sociales, Lic. en Sociología por la Universidad de Buenos Aires.  Investigadora responsable del Proyecto Postdoctoral CONICYT-FONDECYT N° 3140636 (Políticas de la discapacitación, cuerpo y dominación: análisis de las prácticas de mendicidad en adultos con discapacidades en la II Región, Chile, en la actualidad), patrocinado por la Universidad Católica del Norte.

[2] Goffman, Erving. (2001). Estigma: La identidad social deteriorada. Amarrortu: Buenos Aires

[3] Banco Mundial (2014). Discapacidad y el desarrollo inclusivo en América Latina el Caribe. Disponible en: <http://go.worldbank.org/WIDFAQQ4B0>.

[4] Joly, Eduardo (2008). Discapacidad y empleo. Por el derecho a ser explotados. Le Monde Diplomatique. Octubre.

[5] Oliver, Mike (1990). The politcs of disablement. The Macmillan Press: London.

[6] Joly, Eduardo y Venturiello, María Pía (2012). Persons with Disabilities: Entitled to Beg, not to Work. The Argentine Case. Critical Sociology, July.