Karim Campusano y Sebastián Osorio
Todos los años se presenta al menos un conflicto laboral de envergadura en el sector público que se traduce en paralizaciones de facto de una cantidad significativa de trabajadores que tienen prohibida la huelga. Este “problema” ha suscitado diversas propuestas de legalización de la negociación colectiva en el sector público, la última de ellas el 2015 de la mano de un Diputado socialista. Sin embargo esta propuesta fue rápidamente criticada por la dirigencia de la Asociación Nacional de Empleados Fiscales (ANEF).
A primera vista, parecería contradictorio que la máxima dirigencia de los trabajadores del sector público haya declinado la oferta de legislar. Pero para hacer un juicio responsable, es necesario comprender las características de las paralizaciones en el Estado más allá de las caricaturas que surgen al calor de un conflicto determinado, lo cual se dificulta por la inexistencia de estudios empíricos sobre el tema. Animados por esta carencia, desde CIPSTRA se coordinó durante 2015 y 2016 una investigación (aquí puedes ver el informe final) que aporta conclusiones significativas para evaluar las huelgas en Chile.
En una columna anterior, se expusieron resumidamente algunos efectos poco conocidos que tenía la paralización de actividades en los trabajadores del sector privado. La columna sugiere que, vistas sus consecuencias, muchas de las huelgas serían instrumentalizadas por los empresarios para hacer ajustes de mano de obra, despidiendo a los trabajadores organizados y reasignando sus funciones al resto -reduciendo así los costos laborales-, invocando como causal “las necesidades de la empresa” según lo estipulado en el artículo 161 del Código del Trabajo.
En la misma línea, se analizaron las causas y consecuencias de numerosos “paros” en distintas áreas del sector público, proporcionando elementos para comprender la posición de rechazo a su legalización por parte de los gremios involucrados en la ANEF.
Ante la reciente puesta en marcha de la “reforma laboral” para el sector privado, y siendo probable que pronto se retome la iniciativa para reglamentar los conflictos de los trabajadores del Estado, en esta columna se reflexionará brevemente sobre algunos desafíos que plantearía dicho escenario.
En general, existen dos tipos de paralizaciones en el Estado. Las primeras remiten a la negociación anual de la ANEF con el Gobierno para obtener un reajuste salarial para el sector público, que derivan en huelgas cuando las propuestas del Ejecutivo son consideradas mezquinas. Las segundas se asocian con conflictos más específicos y acotados en reparticiones públicas como Ministerios, Servicios o Municipalidades. Es en este último ámbito más dinámico y cotidiano en el que profundizó la investigación.
A grandes rasgos, el análisis de entrevistas realizadas a dirigentes del sector público que protagonizaron movilizaciones durante 2014, permite sugerir un patrón común en el desarrollo de este tipo de conflictos. Este patrón consiste en un círculo vicioso, que comienza con la presentación de demandas por parte de la asociación de funcionarios local ante un progresivo empeoramiento de sus condiciones laborales y remuneraciones –en el marco de la tendencia sistemática de precarización del empleo en el aparato estatal–, seguida de largas e infructuosas negociaciones con autoridades locales y/o centrales que se acumulan hasta que la tensión lleva a un rompimiento del diálogo y a una paralización, lo que conduce a nuevas mesas de diálogo con algunos avances mayores o menores dependiendo de la fuerza mostrada, y así hasta que el ciclo de precarización y tensión lleva a un nuevo quiebre. Para hacerse una idea del alcance de esta situación, basta observar que algunas asociaciones llevan más de una década en esta dinámica.
Pero más relevante que esto son las consecuencias que tiene el conflicto, y sus diferencias con el sector privado. Si estas últimas tienen como trasfondo el fantasma del despido posterior a la huelga, al interior del Estado el Estatuto Administrativo protege al trabajador de planta dificultando su desvinculación, al requerir un sumario administrativo y causales claras. Así, aunque hay mecanismos de sanción como los descuentos salariales que aplican los gobiernos y el hostigamiento laboral, estas asociaciones tienen mayores chances de prevalecer y mantenerse fuertes.
Por otro lado, una consecuencia de estos paros es que logran repercutir en ajustes laborales favorables para los trabajadores, como la ampliación de la dotación de funcionarios junto a la reducción de carga laboral, bonos, o incluso reestructuraciones profundas de los servicios interpelando a la institucionalidad estatal. De hecho, si se toma en cuenta que las reformas más importantes ligadas a reparticiones del Estado casi siempre encuentran su génesis en la movilización de sus trabajadores, es razonable sostener que gracias a estas paralizaciones ilegales el aparato estatal se ve obligado a mejorar no sólo la situación de sus empleados, sino también la del conjunto de usuarios que reciben sus servicios. Y es que no es lo mismo, para el paciente de un consultorio o el usuario del Registro Civil, esperar para recibir un servicio que deben proveer cinco funcionarios mal pagados, que hacerlo con ocho o diez funcionarios en buenas condiciones laborales. La disminución de la carga laboral, que se gana con movilización, es justamente lo contrario a la lógica económica neoliberal imperante, y genera a la larga un mejor trato y mayores capacidades del Estado disponibles para el resto de la población.
Visto así, por el nivel de masividad y cobertura de sus asociaciones, la protección que tienen de sus empleos, y la posibilidad de acumular una trayectoria de experiencia sindical que se encuentra en los trabajadores del Estado, estos empleados públicos han generado una capacidad de movilización que les permite resolver conflictos de manera favorable al interés general, algo impensable en el sector privado. Lo irónico del caso, es que los trabajadores que cuentan con leyes que protegen sus derechos sindicales están legalmente en un peor pie para hacer una huelga, mientras que el sector público, que tiene prohibición de realizar huelgas, logra paralizaciones más efectivas.
Por esta razón, cuando se ha planteado la legalización de la negociación colectiva en el seno del Estado, la reacción del principal implicado es adversa, pues no existe fundamento para suponer que la regulación propuesta no se basará en imponer los términos del Código del Trabajo en el sector público. De otro modo, suponiendo una legalización que respete la dinámica que guardan hoy los paros, el Ejecutivo y el Congreso tendrían que explicar al resto de las y los trabajadores la falta de coherencia que habría entre aquello y las restricciones de facto a la huelga aprobadas en la Reforma Laboral.
La cuestión no es menor. Casi todos los aspectos que los dirigentes entrevistados consideran claves para lograr el poder de negociación y movilización que tiene el sector público, fueron ignorados o rechazados en la discusión de la nueva ley. A pesar de ello, y convencidos de su legitimidad, se las han arreglado para asentar una tradición de paralizaciones que se desarrollan en un terreno abierto sin plazos ni normativas específicas y sin grandes riesgos para sus organizaciones, lo que habría permitido la conformación de un movimiento de trabajadores del Estado experimentado, que les permite negociar incluso algunos aspectos relativos a la forma de organización del servicio que prestan. Como se ha planteado, lo opuesto ocurriría en el sector privado, donde la negociación es un campo previsible para el empleador, lo cual le permite anticipar las acciones sindicales y prevenir la interrupción del proceso de trabajo.
El riesgo que perciben los dirigentes del sector público, entonces, no es a la reglamentación de la negociación, sino a la amenaza de que esto implique la instalación de los mismos parámetros establecidos por el Plan Laboral y actualizados con la Reforma Laboral, lo que a todas luces constituiría un retroceso. Esto explica también por qué en gran parte de las entrevistas realizadas se observa una visión muy crítica del Estatuto Administrativo por la ausencia de derechos sindicales, pero también un rechazo frontal al Código del Trabajo, al no proteger la estabilidad laboral (ver Documento de Trabajo No. 8 “Lo legítimo contra lo legal. La huelga en el sector público”).
Considerando lo expuesto, sería provechoso que, del rechazo a la legislación, los trabajadores del Estado pasen a la definición y proposición de los aspectos que se espera que sean respetados como base ante una posible reforma, entre los que cabría considerar: a) mantener su mecanismo anual de negociación por rama de actividad económica; b) rechazar la sobrerregulación de los conflictos; c) mantener el derecho a huelga por decisión democrática de las mayorías sin sujeción a plazos ni fechas rígidas; d) conservar la protección de la estabilidad laboral; e) exigir la negociación directa con la contraparte efectivamente responsable de tomar decisiones vinculantes; f) exigir también el derecho a negociar aspectos relativos a la organización y administración de la organización del proceso de trabajo, etc.